
En la noche del combate, un hombre herido decidió no rendirse.
Con el cuerpo inmóvil, pero el espíritu en pie, predicó a Cristo desde el suelo, haciendo del campo de guerra un templo improvisado.
Su voz se alzó entre el humo y el dolor, recordándonos que ninguna herida puede detener la fe cuando el amor a las almas arde en el corazón.
A veces, los sermones más poderosos se predican con lágrimas, no con palabras.