
“Tú vienes a mí con espada y lanza y jabalina;
mas yo vengo a ti en el nombre de Jehová de los ejércitos,
el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado.”
(1 Samuel 17:45)
Cuando pensamos en la valentía de David, imaginamos la escena frente al gigante: un joven con una honda, enfrentando a un guerrero armado. Pero su valentía comenzó mucho antes de esa batalla. Comenzó cuando escuchó a un hombre ofender el nombre de su Dios y no pudo quedarse en silencio.
David no se levantó por orgullo ni por fama; se levantó porque tenía celo por la gloria de Dios. Mientras todos veían un enemigo invencible, David recordaba al Dios que había abierto mares, derribado ejércitos y sostenido a su pueblo. Su valor no estaba en la fuerza de su brazo, sino en la certeza de quién peleaba por él.
La verdadera valentía nace en la intimidad con Dios. Cuanto más lo conocemos, menos nos asustan los gigantes. David no necesitó probar las armas de Saúl; ya tenía el arma más poderosa: una fe que conocía el poder del Dios viviente.
Ser valiente no es no tener miedo; es reconocer que Dios es más grande que lo que tememos. Y quien vive con esa convicción, no se detiene ante gigantes, porque sabe que las batallas no se ganan con espada, sino con presencia.