
La gratitud no solo se siente, también se recuerda.
Cada gesto de amor, cada respuesta, cada puerta abierta, incluso aquellas que tardaron, son huellas de la fidelidad de Dios en nuestra historia.
Por eso el salmista se hablaba a sí mismo:
“Alaba, alma mía, al Señor, y no olvides…”
Porque sabía que el corazón tiende a olvidar cuando la vida corre, cuando llegan nuevas pruebas o preocupaciones. Pero un corazón agradecido no borra lo vivido, guarda en su memoria cada misericordia como un testimonio vivo de la gracia divina.
Recordar las bondades de Dios nos mantiene humildes, esperanzados y conscientes de que nunca hemos estado solos.
La gratitud se vuelve entonces una forma de adoración: mirar atrás y ver que, aun sin entenderlo todo, Dios siempre estuvo allí.