
Israel no está llevando a cabo un genocidio ni lo va a cometer. Israel está devolviendo el golpe brutal de los ataques terroristas. Y en esa cruzada, nunca mejor dicho, las víctimas civiles son inevitables, como en todos los conflictos bélicos, eso no es ninguna novedad.
Detrás de todo el conflicto subyace una realidad: la confrontación de culturas y religiones. El integrismo islámico, despiadado e irracional, convierte el mundo, especialmente el occidental, en un campo de batalla en el que nadie está a salvo. No todos los musulmanes comparten, claro, las consignas que señalan como infieles a todos los que no dicen “Al Lahu Akbar”, Alá es grande. Pero la semilla del odio anida en los extremismos y entre los islamistas la radicalización es una seña de identidad. El odio visceral a los judíos es otra de esas señas.
Hoy, observamos lo que pasa en Israel y Gaza con estupor y lamento. Pero es nuestro modo de vida, también en el fondo, el que es amenazado. El terrorismo islámico ya golpeó en septiembre de 2001 en Nueva York, en septiembre de 2004 en Madrid, en noviembre de 2015 en París, en marzo de 2017 en Londres, por citar solo algunos de los muchos impactos sufridos por nuestra sociedad civilizada. Israel es un caballo de Troya en el mundo musulmán. Es un país moderno y occidentalizado, pero con la religión como factor determinante. Y nosotros, en occidente, gracias a políticas bienintencionadas, solidarias y tolerantes, que hablan de las bondades de la multiculturalidad, tenemos cientos de miles de caballos de Troya, una amenaza silente que ya empieza a explotar. El mundo es un lugar maravillo, sí; pero también un lugar cada día más inseguro con un peligro latente.