
Mateo creció, pero el pueblo de San Isidro nunca fue el mismo. El pozo fue sellado con piedras y oraciones, pero los susurros no cesaron. Los aldeanos decían que Zatánas aún esperaba, paciente, en las profundidades, buscando a otro niño curioso que se atreviera a hacer un deseo. Y en las noches sin luna, cuando el viento soplaba desde el bosque, los más atentos juraban escuchar una risa grave, un recordatorio de que algunas puertas, una vez abiertas, nunca se cierran del todo.