En tres puntos distintos del planeta, separados por océanos y milenios, tres culturas levantaron templos mirando al mismo cielo.
En Egipto lo llamaron Atón, en los Andes lo nombraron Inti o Viracocha, y en Mesoamérica, Kinich Ahau o Hunab Ku.
Tres nombres para un mismo misterio: el Sol, no solo como astro, sino como conciencia viva. ¿Por qué todas estas civilizaciones hablaban del Sol como una presencia divina, una inteligencia que podía ser encarnada? ¿Y si el verdadero legado de estos pueblos no fuera la piedra, sino la ciencia espiritual de la luz?
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