
Sin falta, todas las tardes, Miguel apuraba sus obligaciones para acabar temprano e ir corriendo a la Basílica, desde que la Virgen aceptó ser su madre no podía dejar de pensar en ella. Una extraña sensación recorría todo su ser cuando se ponía de rodillas frente a ella y le hablaba entre el perfume de las muchas flores que siempre tenía y el aroma a cera quemada que se fijó en su memoria desde aquel día en que acompañó a Alonso a buscar a su madre. ¿Quién iba a imaginar que él también sería su hijo?, alzaba la mirada y sin preocuparse por el clima, el hambre o el horario, se ensimismaba observando la imagen del ayate con el ángel a sus pies y el firmamento como manto.
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