
Qué paradoja tan escalofriante. Nosotros, que hemos sido llamados a seguir al Médico Divino, Aquel que nunca ignoró una herida y que se especializó enrestaurar lo que el mundo daba por perdido. Y sin embargo, la acusación persiste, porque con demasiada frecuencia, la hemos hecho realidad.
No los matamos con espadas de acero, sino con armas a veces más letales: con las balas silenciosas del juicio, con los cuchillos afilados del chisme que desangran la reputación, o peor aún, con el frío vendaje de la indiferencia, dejando que la herida de un hermano se infecte en la soledad de su vergüenza.