
Sentada en una sala de la Universidad Philipps de Marburg, alojada en una majestuosa iglesia protestante gótica que data de 1527, mientras mi sobrina celebraba su graduación, reflexionaba con curiosidad sobre cómo percibimos la realidad. Me preguntaba cómo el hecho de quedar atrapados en nuestra mente, asaltados por ráfagas de imágenes del pasado o anticipaciones del futuro, se convierte en una causa inevitable del sufrimiento humano.
Este constante ir y venir de pensamientos nos aleja de la presencia y nos sumerge en las profundidades del ego, donde habitan el vacío, la desconexión, el berrinche del "debería ser como yo creo", la culpa, la tristeza, el orgullo, el miedo y una insatisfacción perpetua. Al vivir a través de estas proyecciones mentales, nos negamos a aceptar la vida tal como es, pues ya la hemos moldeado en nuestra mente: cómo deberían lucir los momentos, las personas, las relaciones, nuestro cuerpo... en resumen, la vida misma. Cuando esas imágenes mentales chocan con la realidad del presente, el sufrimiento se vuelve inevitable.
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